miércoles, 2 de marzo de 2011

Querida Diana

Se llamaba Diana, yo la quise una noche, una y mil más.

Le encantaba correr por la playa descalza, esquivando las olas, rozando tan solo la punta de sus talones con el agua al hundir sus pies en la arena. Corría y corría hasta llegar a la zona del puerto y se quedaba allí sentada en las rocas buscando el final a un mar infinito que se mezclaba con el atardecer de los días de Octubre.

Nos gustaba ir juntos al parque para sentarnos en la hierba y hablar, hablar y hablar; mientras ella arrancaba el cesped o jugueteaba con las flores. Viviamos felices en un ático del centro de Barcelona, pero Diana se sentía obligada a viajar cada fin de semana al campo; y allí nos quedabamos, de ocupas, en una cabaña; que frío hacia en invierno y que poco nos importaba.

Tomaba el cafe con dos sobres de azúcar, y los zumos siempre en una copa. No se le daba muy bien cocinar pero se empañaba en hacerme la comida todos los días.
Todas las tardes de verano saliamos a tomar algo a alguna de las calles mas transitadas de la ciudad, nos sentabamos en una terraza ( le encantaba que le diera el sol en la cara) y comenzabamos a imaginar la vida de cada persona que aparecia en nuestro campo de visión, nunca estabamos de acuerdo, pero daba igual.

Los enfados le duraban tres cigarros asomada a la ventana, se molestaba porque tenía poco tiempo para ella, ojala hubiera tenido mas momentos para Diana.

Había meses que solo nos veiamos dos veces, ella adoraba viajar de un país a otro hacia una maleta llena de sonrisas, de abrazos, de enfados y de recuerdos y se iba para vaciarla en otra parte del mundo. Me mandaba postales, todas con el mismo mensaje: que Diana también me quería; eso me era suficiente.

Diana era de mente cilindrica, no había problema ni preocupaciones, ni una sola pared que oprimiese sus ganas de vivir.

Ella era como un libro abierto, solo tenía que mirarla a los ojos para saber lo que queria. Ella era increiblemente increible e irresisitiblemente irresistible.

Una tarde los dos fuimos a la playa, ella como siempre hecho a correr mientras yo la miraba, no pude evitar quedarme anonadado con el atardecer y perderla de vista unos escasos segundos, y desaparecio. Desaparecio como desaparece el humo de un cigarro en el aire, como el vapor en un espejo después de ducharte... Se fue, se esfumo. Corri hasta el puerto y la espere durante horas sentado en las rocas. Entonces me dí cuenta de que ya había anochecido, de que se había ido y no iba a volver. Imaginé una vez su sonrisa, su dulce mirada y el "Te quiero" de sus labios, una y mil más.